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Hola Lucía,
Cuando era pequeño, había en casa de mi abuela, una de esas casas terreras, de una sola planta, con patio al fondo tan propias del campo de Cartagena, dos figuras en una estantería que hacían que mi imaginación de niño se desatara. La primera de ellas era una estrella de mar disecada. Era inmensa, o así al menos me lo parecía a mi, que no tendría más de cinco años. Con la superficie rugosa y con los bordes llenos de pequeñas pinchas que se desprendían al tocarlas, era una protagonista frecuente en mis juegos de infancia.
La otra figura era aún más hermosa, mucho más delicada y, al mismo tiempo, mucho más siniestra. Solían estar juntas, en el mismo estante, pero había algo en ella que hacía que únicamente la contemplase. Se trataba de un caballito de mar disecado. Si no has visto nunca ninguno, te diré que es, posiblemente, una de las cosas más hermosas que he visto jamás. Pero también una de las más terribles. En mi cabeza, era inevitable vincular esa pequeña figura, con la piel pegada a sus placas óseas y esa especie de barriga prominente, con los niños de Etiopía que, imagino recordarás, eran también una constante en la televisión de nuestra infancia. Ellos también con sus barrigas hinchadas, sus ojos desorbitados y la piel, también su piel, pegada a los huesos.
El lunes leía en la prensa regional que, tan sólo en los últimos años, el Mar Menor ha perdido 46750 caballitos de mar. Eso nos dice, al menos, el censo que la Asociación Hippocampus ha finalizado recientemente. En la década de los 90, decía la noticia, se contaban por millones. Hoy sólo hay 1350 caballitos de mar vivos en el Mar Menor. No es de extrañar que se plantee la necesidad de incluirlo en la lista de especies en peligro de extinción. Porque eso es lo que enfrenta. La extinción. Si os acercáis al Acuario de la Universidad, en el Cuartel de Artillería de Murcia, podréis verlos nadar, vivos, sanos y salvos en una pecera de cristal.
La semana pasada, también, se aprobaba en la Universidad de Murcia la creación de la cátedra de los derechos humanos y de la naturaleza, impulsada por Teresa Vicente y con el apoyo de Amnistía Internacional, Ecologistas en Acción y la Asamblea Regional. Es una noticia excelente, y sé que has tenido en el programa al Rector explicando, José Luján, qué es la cátedra y por qué es tan importante. Lamentablemente, creo que, tal vez, llegamos tarde. Que el momento en que podíamos “conceder” derechos a la naturaleza, como si de hecho nos perteneciese, como si fuese nuestra propiedad y pudiéramos “liberarla” de su servidumbre, ha pasado. Ya no estamos en esa situación y, tal vez, haya llegado el momento no de conceder derechos, sino de pedir permiso.
Llega a mis manos, y con esto me despido, un libro excelente, magnífico, gracias al buen hacer de una pequeña editorial, Episkaia, con raíces extremeñas pero que, como tantos paisanos y paisanas, ha tenido que emigrar y ahora está en Madrid. El texto, que firma Layla Martínez, se titula Utopía no es isla. Catálogo de mundos mejores, y es un libro que parte de la constatación de nuestra incapacidad para pensar mundos futuros que sean no ya utópicos, sino siquiera un poquito mejor de lo que tenemos ahora mismo. Layla Martínez intenta, en este libro, volver a desenredar el hilo rojo de la utopía ofreciendonos la posibilidad de pensar, nuevamente futuros mejores sin tener que avergonzarnos. La posibilidad de pensar, por ejemplo, en un mundo donde el Mar Menor esté nuevamente poblado por millones de caballitos de mar. Id a Libros Traperos y preguntad por él. Utopía no es una isla, de Layla Martínez. No os vais a arrepentir.
Y así empezamos diciembre, Lucía, pensando no en salvar la navidad, sino en caballitos de mar y en futuros mejores. Hasta la semana que viene.
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