Querida Lucía,
Todo esto empezó, en realidad, en la Sala del Juego de la Pelota, en Versalles, el 20 de junio de 1789. Allí se reunieron los 577 representantes del tercer estado para proponer a la Asamblea Francesa una Constitución para Francia, bajo la solemne promesa de no disolverse hasta cumplir su cometido. Allí estaban los tejedores, los joyeros y teñidores, los comerciantes, los médicos y barberos, pero también representantes del campesinado, los pequeños propietarios, los científicos y los deshollinadores. Como decía Sieyés, en su conocido ¿Qué es tercer estado? “TODO”, respondía. “¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? NADA. ¿Cuáles son sus exigencias? LLEGAR A SER ALGO”. Es por eso que no debería extrañarnos, Lucía, que de aquella reunión, además de una Constitución, que la hubo, saliese la primera Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Fue el 26 de agosto de 1789, cuando la Asamblea Nacional Constituyente aprobaba este documento que empezaba: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. ¿Cómo iba a ser de otra forma? ¡Y qué gran momento debió ser aquel en que el pueblo llano, por fin emancipado, podían declarar que nadie era más que nadie! Que todos los ciudadanos de Francia eran libres e iguales. ¿Podemos siquiera imaginar la alegría que debió recorrer a aquellos que siéndolo todo nunca habían sido nada, y que por fin empezaban a ser algo? La primera declaración de los derechos humanos fue una gran fiesta, un balcón a un futuro en el que todos podríamos ser libres, iguales y, con el tiempo, sentirnos hermanos.
Pero resultaba demasiado evidente que, en el fragor del momento, a los constituyentes se le había olvidado “algo”. En concreto, media Francia. La que estaba compuesta por mujeres. Así que el 5 de septiembre, apenas 10 días más tarde, Olympe de Gouges hacía pública su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, y exigía: “Las madres, hijas, hermanas, representantes de la nación, piden que se las constituya en asamblea nacional”. Porque si el tercer estado era TODO, que decía Sieyés, también ellas lo eran, y, por tanto, reclamaban sus derechos en igualdad: “La mujer nace, permanece y muere libre al igual que el hombre en derechos”. No era poca cosa: declararse libre, emancipada. En 1789 cualquier cosa era posible. El mundo estaba todavía por hacer.
Comparado a este ambiente festivo, a esta explosión de libertad, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la que hoy celebramos su día, no es sino la constatación de un fracaso. Del fracaso de las naciones occidentales para convertirse en esa República de ciudadanos libres e iguales, de ciudadanos fraternos, que se había vislumbrado en 1789. Escrita sobre los restos humeantes de Europa, con los horrores del Holocausto que se acababan de juzgar en Nuremberg, la Declaración es la respuesta a la incapacidad de occidente para ser aquello que se había soñado a finales del XVIII, y un intento, tal vez el último, para conseguirlo. Es por eso que el primer artículo de esta nueva Declaración sea un calco, ampliado, de la francesa: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Pero también, fíjate Lucía, encontramos ese añadido: la obligación de comportarnos fraternalmente.
La firma se produce en Paris, también en París, el 10 de diciembre de 1948. Desde entonces, ha sido ampliada numerosas veces, con derechos de segunda y tercera generación: derecho a la salud, al trabajo. Derecho al medio ambiente, a la paz. Y desde entonces, también, la hemos ignorado cuando así nos ha convenido. No hace falta irse muy lejos, ni buscar ejemplos espectaculares.
Artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. Noticia de hace un día: “Desahuciado y enfermo, Alfonso muere en un parque de Madrid”. Esta misma noche, en Badalona, el incendio de una nave industrial, donde vivían 150 personas, produce varios muertos y heridos.
Si algo hemos aprendido por la fuerza desde 1948, Lucía, es que nadie tiene derechos por el mero hecho de “ser humano”. Los derechos se obtienen, y luego hay que defenderlos. Hoy, 10 de diciembre, es una buena fecha para recordarlo.
Un abrazo, Lucía. Hasta la semana que viene.
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