Hoy he estado en un acto organizado por la Facultad de Filosofía de Murcia sobre Henry David Thoreau (1817-1862), filósofo americano perteneciente a la corriente trascendentalista junto a otros autores como Emerson, Walt Whitman o Louisa May Alcott (sí, la autora de Mujercitas).
La conferencia a la que he asistido ha estado muy bien, la verdad. El ponente sabía, y mucho, de la obra de Thoreau. Mucho más, desde luego, que lo que yo pueda llegar a saber jamás.
El caso es que en un momento determinado el autor ha dicho algo que me ha llamado la atención: “la filosofía es incompatible con la democracia, la prueba es que mataron a Sócrates”.
Como no me ha terminado de quedar claro si era un planteamiento del ponente o de Thoreau (o de ambos), he preguntado en el turno de preguntas si podía elaborar un poco más sobre este tema, a lo cual ha contestado: es evidente, la democracia mató a Sócrates. Y, ¿qué sistema va a querer en su interior a alguien que constantemente lo critica?
La pregunta siguiente a mí me parecía pertinente: ¿con qué sistema político es compatible entonces? Pero aquí se acabó el debate. No conseguí una respuesta y no insistí, tampoco me parecía necesario.
En realidad este discurso es tan antiguo como la filosofía misma, ya que, en efecto, es Sócrates (o Platón, su ventrílocuo) el que lo inicia, y lo hace, claro de forma interesada. Recordemos La República y su Rey Filósofo. Un rey filósofo que tiene una encarnación terrena (y por tanto imperfecta) en la figura de Dionisio, tirano de Siracusa.
El caso es que para Platón la filosofía es incompatible con la democracia. Claro. Igual que para Kant, que también tiene a su rey filósofo en la figura de Federico el Grande. Igual que Heidegger tuvo a su Führer.
Uno puede subirse a una tribuna y decir lo que quiera, pero si se dicen cosas como esta (la filosofía es incompatible con la democracia), entonces uno no puede dejarlo así. Debe justificarse. Debe explicarse bien. En primer lugar, porque la historia nos demuestra que esto no es cierto.
Frente a Sócrates, matado por la democracia (supuestamente) por hacer filosofía, tenemos a Platón, al que no mató la democracia. O a Aristóteles. También tenemos a Descartes, que se fue a la muy democrática Holanda. O a Voltaire, que huyó a la también muy democrática Inglaterra para que no lo molieran a palos en Paris (por insultar a un noble, no por combatir el Antiguo Régimen, pero esa es otra historia). Tampoco mató la democracia a Simone Weil o a Edith Stein.

Los filósofos, sin embargo, seguimos insistiendo en esa idea de que democracia y filosofía son incompatibles. ¿Por qué?
Porque somos gente estupenda. Nos gusta ser Sócrates, nos gusta ser Thoreau. Los que el sistema no soporta, los que expulsa. El filósofo es incompatible con la democracia, porque la democracia es cosa del pueblo, y nosotros no somos pueblo. Somos reyes filósofos. Hay una verdad ahí fuera, y sólo nosotros la buscamos. Somos Mulder contra Scully. Somos especiales. Somos estupendos.
Por eso la filosofía, tal y como la entendía Platón, y la democracia no pueden convivir. Porque en ella el filósofo es inútil. Sólo triunfa el sofista. El que cobra por su trabajo (el negocio, nos decía el conferenciante que decía Thoreau, es lo contrario a la vida auténtica, a la vida filosófica, a la vida inútil).
Lo que quería decir nuestro conferenciante en realidad, lo que debería decir, es que hay ciertas concepciones de la filosofía (aristocráticas, ligeramente místicas y en todo caso esotéricas) que son incompatibles con la democracia, de la misma forma que lo son los CIE o la pobreza energética. Pero entonces esa filosofía debe ofrecernos la alternativa en que sí está cómoda, para que podamos comparar.
Porque igual, igual tan sólo, preferimos nuestra democracia a su filosofía. Sobre todo porque en filosofía hay alternativas a esa corriente mística (la filosofía como vocación), algunas bastante interesantes y todas ellas compatibles con la democracia. La filosofía del lenguaje, por ejemplo. La filosofía del lenguaje es bastante compatible con la democracia. También filosofías más radicales, como el feminismo nómada de Braidotti es compatible con la democracia. Le pide cambios, claro, pero son compatibles. La filosofía de Sócrates/Platón y la de Thoreau no lo son. Aunque el ponente no explique por qué.
Cuando se evita dar una respuesta y nos refugiamos en la muerte de Sócrates (eterno comodín que sirve para masturbar nuestros instintos más adolescentes), estamos hurtándonos a nosotros mismos un debate importante y pertinente: el papel que debe desempeñar el filósofo (el experto) en nuestras sociedades globalizadas y fragmentadas, pero democráticas.
Y por cierto, hay quien dice que en realidad Sócrates debería caernos mal (recomiendo muy mucho este artículo).
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