Ayer. Fue tan sólo ayer cuando, en un momento rescatado al correr cotidiano, y mientras tomaba un café en una terraza, calentando mis manos con la taza, el sol salió definitivamente de detrás del edificio del Banco Hispanoamericano y, con una luz cálida, amable, inundó el espacio. Leía, pero no pude evitar levantar la mirada y sentir, en un breve instante, ese momento de calma, esa sensación de tranquilidad, ese sentimiento de paz, que el sol, tantas veces enemigo, nos traía ayer, por fin, en el que era el primer día de otoño.
Y así, como si estuvieran afinados, el mundo y el libro empezaron a hablar de lo mismo.
Las emociones son, posiblemente, una de las grandes preocupaciones de nuestro mundo. Podría parecer extraño, desde un punto de vista político, esta importancia que de repente estamos dando a esa cosa que llamamos “inteligencia emocional” y que parte de una idea bastante extraña: debemos conocer nuestra emociones para poder gestionarlas mejor y, de esta forma, ser más felices. Como si cualquiera de estas cosas fuera posible, deseable, o un fin en sí mismo.
Pero esta extrañeza se diluye cuando prestamos un poco más de atención a lo que hay debajo de este fenómeno: la sensación de que con la razón no nos llega. De que confiarlo todo a la racionalidad nos ha conducido a un momento de la historia que sólo puede calificarse como de fracaso: con tasas de desigualdad cada vez mayores, una generalizada insatisfacción con la propia vida, la duradera sensación de vivir en un planeta en guerra permanente, y la amenaza, cada vez más certera y cercana, de una crisis climática que puede generar un colapso civilizatorio y, lo que es peor, poner en riesgo nuestra supervivencia como especie. Esta sospecha, que se inicia en la década de los sesenta, de que la razón nos ha fallado, que la era de la razón ha sido, en realidad, la era de la deshumanización, cristaliza a principios de este siglo en un interés renovado por volver a introducir a las emociones en la acción humana. No sólo en la acción individual (lo que nos llevaría a hablar de psicología), sino en la acción colectiva.
Si nuestros antepasados lucharon durante meses en una guerra sin cuartel no fue únicamente porque defendieran unos intereses de clase o una ideología. Fue porque se sentían moralmente comprometidos con la defensa de su patria, o impelidos por una determinada experiencia de qué era ser un hombre, o vinculados emocionalmente a una forma de vida, o vete a saber tú por qué. Pero en todo caso, no eran razones, sino sentimientos, emociones, lo que les sobraban. Todo ello se lo quitábamos cuando contábamos sus historias ateniéndonos tan solo a las “razones objetivas de la contienda”. Y lo que es peor, al hacerlo también nos quitábamos a nosotros mismos la posibilidad de entender cómo la experiencia de agravio podía continuar una vez que “se habían sanado todas las heridas” o “no hay elementos objetivos que sustenten tales demandas”.
Si el pueblo egipcio se lanzó a ocupar la Plaza de Tahir el 25 de enero de 2011, y no antes, no fue porque en ese preciso momento se hubiera dado cuenta de la existencia de diversos elementos de opresión en su país. Más bien fue el sentimiento colectivo de haber tenido ya bastante el que propició esa explosión. O como se dijo en aquel momento: estaban indignados. Y si bien la indignación puede tener su origen, aunque no tiene por qué ser así, en factores objetivos, lo cierto es que no deja de ser un sentimiento, una emoción. O dicho de otra forma: los factores objetivos estaban allí antes. El sentimiento no.
La sensación que proporciona el contacto de un rayo de sol en una mañana fría de otoño. La lucha por comprender y gestionar nuestras emociones, para alcanzar la felicidad. El sentimiento compartido, de gran alcance político, de indignación, de haber alcanzado el límite. ¿Qué pueden tener en común estas experiencias tan dispares? O dicho de otra forma: ¿qué es una emoción?
Curiosamente, no tenemos una respuesta a esto. O tal vez sea mejor decir que tenemos muchas. Pero para no hacer esta entrada más larga de lo que debería ser digamos que básicamente se resumen en dos:
a) Podemos pensar que las emociones son una característica básica de nuestra especie. Que todos los seres humanos nos emocionamos y que todos lo hacemos de forma muy parecida y por razones similares. La emociones serían, así, parte de nuestro “hardware”, algo que nos acompaña en tanto que especie y que podemos relacionar con ciertos aspectos de nuestra anatomía: la amígdala, las neuronas espejo… Esta definición tiene sus ventajas. La más evidente, desde mi punto de vista, es que nos permite incluir a todos los seres humanos dentro de una misma comunidad emocional: en tanto que todos somos humanos, todos tenemos las mismas emociones. Esto es tranquilizador, pues nos permite calificar a aquellos que no tienen nuestras emociones de no humanos o inhumanos. Y es tranquilizador, también, porque nos hace pensar que somos capaces de comprender las emociones de los demás de forma espontánea, de que somos capaces de ponernos en sus zapatos, de empatizar con ellos. Esta es, posiblemente, la definición más extendida, más popular de “emoción”. La que se encuentra en la base de ese deseo de gestionar nuestras emociones.
b) La segunda opción es pensar que, en realidad, no hay nada en nuestro desarrollo como especie, en nuestra historia evolutiva, que nos permita explicar esto que llamamos emociones. A no ser que llamemos emociones a cosas que de ninguna forma pasarían por tales en medio de una conversación normal (lo que algunos llamarían folk psychology). Las emociones, para este segundo grupo, pasarían a ser históricas, contextuales, socialmente definidas. No son características que nos acompañan desde nuestro origen como especie ni, por supuesto, son básicas, atemporales y trascienden las fronteras. Todo lo contrario: son complejas, tienen historia y se desarrollan en contextos locales que debemos intentar comprender. No es posible, por tanto, esa empatía inmediata. Comprender las emociones de los demás implica un trabajo, un esfuerzo, que muchas veces puede ser estéril.
Normalmente, entendemos que la primera definición de emoción se corresponde con aquella que nos proporcionan las ciencias. De la psicología a la neurociencia, todo parece indicar que este anclaje de las emociones en nuestro cuerpo y en nuestro pasado evolutivo, en nuestra biología, no es sino el resultado de nuestra mayor comprensión del mundo gracias a las ciencias. Las emociones, por tanto, no pertenecen al orden social, sino al natural. No son objeto de las ciencias humanas, sino de las naturales.
Las segunda, sin embargo, parece una definición propia de las humanidades. El intento, tal vez desesperado, de reclamar un objeto que les había pertenecido durante milenios y del que habrían sido despojadas por el paso arrollador de las ciencias. Reclamar la historicidad de las emociones, su valor contextual, no puede ser sino el resultado de jugar a a la contra, de tener que defenderse en el propio campo, del catenaccio que las humanidades vienen practicando desde hace tiempo.
Sin embargo, no es del todo así. En primer lugar, porque son muchos los humanistas que abrazan sin pudor la primera definición. Entre ellos, miembros del gremio de la filosofía, que trasladan a sus análisis sobre esa cosa que llamamos “mente” las teorías sobre las emociones básicas, el valor cognitivo de las emociones, o las correlaciones entre las partes del cerebro y ciertas actitudes y aptitudes “emocionales”. Pero no sólo los filósofos de la mente, que a fin de cuentas vienen de una tradición muy concreta, sino que vemos también cómo otros, que deberían tener mayor afinidad con otras interpretaciones de las emociones, se adhieren también a esta definición.
Y en segundo lugar, porque cada vez más son las evidencias científicas de que esta comprensión de las emociones, que se inicia a finales del siglo XIX, está equivocada. Lisa Feldman Barrett ha escrito de forma contundente y frecuente contra esta idea de las emociones como clases naturales, pero no está sola en este empeño: los estudios de Melzack sobre el dolor y la existencia de una firma neural se mueven en una dirección similar. La experiencia emocional es siempre contextual.
Y si las emociones son contextuales, si dependen de y modifican las circunstancias en que se producen, entonces deberíamos plantearnos muchas cosas acerca de nuestras creencias acerca de la emociones y de su funcionamiento. Y de cómo podemos intervenir en ellas y a través de ellas.
Pero eso lo dejaremos para otro día.
El libro que leía, y que recomiendo, es The History of Emotions, de Rob Boddice.
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