Los muertos de mi felicidad

Un joven Silvio Rodríguez publicaba, en 1975, su primer disco, Días y Flores. El cantautor cubano recogía ahí algunos de los que serían sus primeros éxitos : Playa Girón, Sueño con serpientes y la canción que daba título al disco Días y flores, con esos versos terribles: la rabia simple del hombre silvestre / la rabia bomba, la rabia de muerte / la rabia imperio asesino de niños…

No puedo negar que esta fue, durante mucho tiempo, una de mis favoritas. Comparable, tal vez, a La maza (si no creyera en el delirio / si no creyera en la esperanza). Pero la que desde hace unos días no se va de la cabeza es una canción menor, que está también en ese disco, y que lleva por título Pequeña serenata diurna.

Dice Silvio, en alguna entrevista, que aquello fue un intento de escribir “una sambita” y así la interpretó, Chico Buarque en un disco de 1978, con todos los arreglos que hacen reconocible la música brasileña de los 70: del saxo al bajo profundo. La voz de Buarque, comparada con la de Silvio, suena rotunda.

Algo de esto resuena en la versión que estoy escuchando estos días, la que hace Macha y el Bloque Depresivo (la “cara B” de los chilenos Chico Trujillo) acompañados por Luciano Cardoso Marinho, Maluco, artista brasileño radicado en Chile desde que se convirtió, a principios de los 2000, en miembro del programa Mekano, producido por la cadena juvenil Mega.

Volvía yo a esta canción, precisamente, después del viaje a México de finales de septiembre, donde hablamos de muchas cosas. Entre ellas, claro, qué nos une y qué nos separa. Hablamos de si había que pedir o no perdón; de si el lugar de enunciación es, también, un lugar de verdad; de política, claro, de la constitución chilena y de nuestras miserias propias. Hablamos, hablamos y hablamos en la inmensa ciudad de México y dejamos que nuestras palabras pasearan libremente por el Zócalo, por el Templo Mayor, por la Colonia Roma, por Coyoacán, por la UNAM. Tal vez hablamos fuerte, como dicen que hablamos los españoles. En todo caso, hablamos enamorados de aquello que nos parecía tan próximo y tan lejano a la vez. Ahí está esa versión, otra más, aflamencada que de Pequeña serenata diurna hizo, hace años, El Bicho. Cantos de ida y vuelta.

Y podría dejarlo aquí, en este recuerdo rápido sobre una estancia en México, en esta breve loa a lo que sería el discurso de la hermandad hispano-americana. Pero hay algo en esta canción sobre un hombre que se dice feliz (soy feliz, soy un hombre feliz), que se dice amado (una mujer clara / que amo y me ama), que vive en un país libre (cual solamente puede ser libre) y que, sin embargo, pide perdón por ser… feliz.

Soy feliz, soy un hombre feliz / y quiero que me perdonen / en este día / los muertos de mi felicidad

En 1980, Carlos do Carmo se atrevió también con una versión, a la que añadió sus propios versos, donde las veladas alusiones de Silvio al contexto revolucionario se convierten, aquí, en cantos a ese povo que se levanta.

No voy a negar que lo que me tiene obsesionado es ese muertos de mi felicidad a los que pide perdón Silvio. Se suele interpretar como un homenaje a los caídos en la Revolución, que dieron la vida para lograr ese país libre que habita Silvio, en el que es feliz, y con los que está, por tanto, en deuda. Y sí, resulta claro que, posiblemente, sea de esto de lo que habla la canción. Pero escuchada durante los debates que tuvimos en México, la cosa cambia. Tal vez. No lo sé.

Pensar que toda nuestra experiencia del mundo se construye sobre los huesos de los muertos. Que nuestras fuerzas son las que tomamos de sus músculos. Que nuestras casas se construyen con sus restos. Que nos alimentamos de sus entrañas. Que es su grasa la que prende nuestras hogueras. Que nos levantamos sobre los crujidos de sus esqueletos, débiles para soportar nuestro peso. Que sus manos nos empujan y nos retienen. Que sus voces mudas nos alientan y nos increpan. Que nos besan, nos muerden, nos arrancan la carne a jirones, nos abrazan. Nos enfrentan.

Que la felicidad, toda felicidad, se sustenta sobre cadáveres. Y que qué menos que reconocerlo y, como Silvio, pedir perdón.

Y caminar.

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