Sigue la polémica sobre Fusaro. Durante toda la semana hemos asistido a la publicación de diversos artículos que buscaban situar al pensador italiano en su contexto local de producción de conocimiento, es decir: definirlo como colaborador de asociaciones fascistas (del tercer milenio), defensor de Salvini y, en última instancia, como uno de los instigadores de la formación del actual gobierno italiano. Con esta descripción se buscaba llenar un hueco que, según sus autores, el periodista encargado de hacer la entrevista había dejado. No entraré a analizar esto, ya que lo me interesa señalar es que han sido pocos los intentos de confrontar con las (escasas) propuestas de Fusaro.
A lo que hemos asistido, de forma obscena y vergonzante, ha sido a una lucha entre diversas “redes” de influencia de la izquierda madrileña, que englobaban tanto a gentes cercanas a la política (Monereo, Clara Ramas), como al periodismo (Victor Lenore, Antonio Maestre), a veces con acusaciones y descalificaciones que rozaban lo personal. Parte de la culpa de que esto sea así es el ambiente enrarecido y claustrofóbico no sólo de la izquierda madrileña, sino en realidad de todo el mundillo de la capital. Resulta muy lamentable asistir desde la distancia a estas peleas entre facciones, que nunca son capaces de convertirse en debates de ideas, sino que se quedan en peleas a navajazos, algunos de ellos por la espalda.
Es por eso que no pienso, en este texto, entrar en esta lucha. No me interesan nada estas disputas absurdas entre facciones. No tenemos tanto tiempo que perder. Sí me interesan, sin embargo, algunos elementos que bordean la discusión y que son, estos sí, relevantes. El primero (y al que quiero dedicar este escrito) tiene que ver con una confusión conceptual entre global, globalización y globalismo.
Uno de los ejes sobre los que este no-debate podía haberse dado tiene que ver con la crítica al globalismo y la propuesta de un regreso a la soberanía nacional como respuesta a lo que, según Fusaro, es la sumisión de las clases proletarias al capital internacional, motivada por la imposibilidad de combatir a lo global desde unos estados-nación vaciados de competencias. Es en este contexto donde Fusaro mezcla conceptos, usando “global”, “globalización” y “globalismo” casi como si fueran sinónimos. Es esto lo que en este breve escrito me gustaría discutir (antes de irme a ver el nuevo capítulo de Danmachi), no por algún sórdido interés filológico, sino porque considero que de esta confusión se sigue la afirmación de Fusaro de que la única respuesta posible es el repliegue al estado-nación y el abandono, como consecuencia, de la Unión Europea.
Vivimos en un mundo global. Esto es una constatación, no una tesis. Casi da igual que usemos el concepto a partir de McLuhan (con su énfasis en las tecnologías de la información), Sloterdijk (más filosófico), el que emplea The Economist (que lo entiende como integración de los mercados) o el que queramos. Todos sabemos a qué nos referimos al decir “un mundo global”. Varían las metáforas que empleamos para referiros a ese mundo, así como las valoraciones, pero no el uso del concepto. Cuando hablamos de un “mundo global” nos entendemos. Hay un terreno en común desde el cual empezar a hablar y delimitar los detalles y las críticas.
El segundo elemento sería “globalización”. Globalización sería el proceso que nos ha conducido a ese “mundo global” que habitamos. Aquí hay discrepancias. Algunos sitúan el proceso de globalización en los inicios de la revolución industrial (por mucho que este sea un concepto en discusión); otros, como Amartya Sen, nos recuerdan que en realidad siempre hemos “sido globales”, que los intercambios (de bienes, servicios y conocimientos) siempre han sido a escala global. Su intención es, como ya señalé en otro texto, negar la identificación entre globalización y occidentalización. El éxito de Sen, en lo que respecta a Fusaro, ha sido escaso.
En todo caso, no comparto ninguna de estas opiniones. Lo que hoy llamamos globalización, desde mi punto de vista, es un fenómeno que, si bien presenta continuidades con aspectos previos de la historia, es lo suficientemente diferente de lo anterior como para considerarlo un acontecimiento nuevo. Con historia, claro, pero diferente. Aunque en este caso, paradójicamente, la diferencia sustancial tenga que ver, sobre todo, con cambios cuantitativos. Es decir: si bien es cierto que la información ha circulado globalmente desde siempre, también es cierto que ahora lo hace más rápido y llega a más gente. Y esta velocidad y extensión es lo que marca la diferencia.
La globalización, por tanto, se iniciaría en la década de los 50 del pasado siglo XX, coincidiendo con lo que se conoce como “la gran aceleración”: el momento a partir del cual la actividad humana crece exponencialmente. No es el lugar para detallar las conexiones de este proceso con el proceso descolonizador, la teoría de la modernización y el proyecto ilustrado… pero las hay. Y cuando Beck habla de cómo la modernidad se ha convertido en algo que no estaba en lo planes iniciales se refiere, precisamente, a esto.
Así pues la globalización sería el gran éxito, pero también el gran fracaso, de la modernidad. Hasta el punto de que podemos decir que el primero entierra a la segunda. Vivimos en tiempos (post)post-modernos simplemente porque la modernidad ha fracasado. Una de nuestras tareas es intentar sobrevivir a este fracaso, cuya forma más ominosa es la de la crisis climática que debemos enfrentar.
El tercer elemento en cuestión es el globalismo. Esto no es ya ni un hecho (el mundo global), ni un proceso (la globalización), sino otra cosa. Esta semana pasada estaba en un simposio sobre federalismo en el Valentín de Foronda y la conferencia inaugural corrió a cargo de Juan Francisco Fuentes, de la Complutense. Fuentes mencionó una cosa curiosa: cuando aparece la terminación “-ismo”, siempre lo hace de forma peyorativa. Siempre hace referencia, señalaba, “a una inflamación, una enfermedad del lenguaje”. Los “-ismos” se emplean siempre como armas, aunque luego se normalicen. El uso que Fusaro hace del término es, precisamente, este. Globalismo, para el italiano, sería una forma ideológica difusa, compartida por la gente más dispar (de las oligarquías reaccionarias a la “izquierda fucsia”) y que no sabemos muy bien en qué consiste, más allá de que estaría al servicio del capital.
El uso de Fusaro, como se ve, es bastante laxo y es precisamente eso lo que le permite extender “la inflamación” al resto de conceptos. Si identificamos global – globalización – globalismo, y en tanto y cuanto este último sólo tendría características negativas, los dos primeros se ven “manchados” por su asociación con el tercero. De ahí, nos dice Fusaro, que frente a la “global class” cosmopolita, la única salida sea el regreso a lo nacional.
A efectos prácticos lo único que dice Fusaro es algo que pensadoras feministas como Nancy Fraser, Judith Butler y Rosi Braidotti han señalado en múltiples ocasiones: la capacidad de resistencia local frente a las instituciones supranacionales es muy limitada. E incluso una victoria social dentro de nuestro Estado puede quedar anulada debido a la falta de soberanía de este respecto a la institución supranacional. En ese sentido, son mas fuertes los lobbies que operan en las sombras de Bruselas que los sindicatos europeos. La respuesta de Fraser, Butler y Braidotti, por si hay dudas, no tiene nada que ver con la de Fusaro.
Lo que me interesa resaltar aquí es que es precisamente la indefinición en el uso del concepto lo que permite a Fusaro realizar ese salto conceptual sin que, en un primer momento, nos llame la atención. Que lo pensemos incluso lógico. Pero si empezamos a dotar de contenidos a ese “globalismo” que de forma tan informal maneja Fusaro, las cosas cambian.
Quinn Slobodian ha escrito un libro magnífico que tiene por título, precisamente, “Globalists. The End of Empire and the Birth of Neoliberalism”. En este libro Slobodian pone nombre y apellidos a esos “globalistas” (Hayek, von Mises, Friedman, etc.), pero sobre todo identifica sus obsesiones (aislar el funcionamiento de los mercados de las políticas democráticas) y la forma en que pretendían conseguirlo (toda una serie de tratados tecnocráticos de interdependencia). Cuando hablamos de globalismo, por tanto, no hablamos de conspiraciones de sociedades más o menos secretas, o personajes más o menos siniestros, sino de este armazón que sostiene una determinada forma de globalización que, no podemos negarlo, nadie nos ha consultado. Es ahora cuando la incapacidad de la propuesta de Fusaro se hace evidente: revertir todo el entramado legal y jurídico que es el globalismo neoliberal (y no esa entelequia difusa a la que apunta el italiano) no puede hacerse desde el Estado Nación, sino (como apuntaban Fraser, Butler y Braidotti) desde espacios de resistencia que deben ser (también) globales. Y aquí Europa puede tener un papel que jugar si consigue romper con sus propios corsés neoliberales y (esta vez sí) globalistas. De ahí que no debamos quitar mérito al debate abierto en la anterior legislatura del Parlamento Europeo sobre el TTIP o el CETA.
Pero esto no pone en cuestión el mundo global ni los nuevos lazos que se crean, más bien al contrario. Lo que nos señala es que los sistemas están tan interconectados, son tan interdependientes, que únicamente trabajando “globalmente” podemos resistirnos. Para ello, una institución como la Unión Europea es fundamental. O puede serlo si conseguimos revertir lo que estos globalistas lucharon obsesivamente por conseguir, es decir: re-democratizar los procesos de toma de decisiones. En este sentido, el último proceso de selección de los top jobs en la UE no es, precisamente, una buena noticia.
Lo dejaré aquí. En otro momento podemos hablar de cómo todo esto tenemos que explicarlo desde el fin de la modernidad como proyecto y la necesidad de encontrar una respuesta a la amenaza (global) del clima. Pero eso será otro día.