En medio de la crisis ecológica más grave de nuestra Región, que pone en riesgo una parte importante de nuestra economía (el turismo aporta el 11’4% del PIB regional), el gobierno regional vuelve a enarbolar una de sus banderas favoritas para, junto a las distintas asociaciones relacionadas con el sector agrícola, enfrentarse al gobierno de Castilla la Mancha, que ha incluido, en el nuevo Plan Director para la Red Natura 2000, un incremento del caudal ecológico de, entre otros, el río Tajo.
La relación entre la crisis del Mar Menor y esta nueva “guerra del agua” no es únicamente política, sino que responden a una realidad objetiva difícil de negar: el actual estado del Mar Menor tiene como una de sus principales causas la multiplicación del regadío en el Campo de Cartagena. Un aumento que se inicia con la llegada del Trasvase Tajo-Segura a finales de la década de los 70 del pasado siglo. Sin Trasvase no habría (como no hubo antes) regadío extensivo. Que los romanos llamaran a Cartagena “Spartaria” tenía un sentido. Así pues, no parece descabellado unir estos dos problemas y pensar acerca de aquello que pueden tener en común y que hace que se retroalimenten.
Cualquiera que se aproxime al Tajo se dará cuenta del problema: el río no tiene agua. Y, además, la que tiene no es, precisamente, de la mejor calidad. Es evidente (y doloroso) en la Las Tablas de Daimiel. Este humedal, Parque Nacional desde 1973, ha desaparecido casi en su totalidad. Sólo 60 de sus 3.000 hectáreas están inundadas. La sequía y la sobreexplotación del acuífero son los responsables de esta situación, que corre el riesgo de tornarse irreversible. El colapso, al menos para este espacio singular, es una posibilidad que el mismo director del parque contempla con tristeza.
Pero lo de las Tablas no es sólo una tragedia, es también un aviso. Como el canario de las minas, las Tablas (o los Ojos del Guadiana) nos avisan de lo que está por venir: no, no va a haber agua para todos, nos pongamos como nos pongamos. Y no porque el Gobierno de Castilla la Mancha esté en manos de los malvados socialistas, sino, simple y llanamente, porque no va a haber agua suficiente.
Los estudios son unánimes: el cambio climático, en España, es sinónimo de sequía y desertificación. Esa será la primera consecuencia que vivamos. Que ya estamos viviendo, en realidad. Y las regiones más cercanas al Mediterraneo, una zona especialmente sensible, lo sufrirán con mayor intensidad. En un estudio realizado por el Instituto de Ingeniería del Agua y Medio Ambiente de la Politécnica de Valencia sobre el impacto del cambio climático en la cuenca del Júcar se afirma taxativamente: “Nuestros resultados muestran una gran incertidumbre con respecto a la disponibilidad futura de recursos hídricos en la cuenca” del Júcar. La del Segura, no hace falta ser ingeniero para saberlo, no disfrutará de una situación mucho mejor.
Ante esta realidad sólo hay un camino posible si queremos evitar que el Campo de Cartagena se convierta en un desierto: planificar la transición agrícola. Esto implicaría, en primer lugar, una dramática reducción de la superficie dedicada al regadío. Pero no debemos engañarnos: esto va a ocurrir sí o sí. De lo que hablamos no es de evitarlo, sino de minimizar sus efectos planificando una reducción que se haría de forma escalonada, intentando controlar, así, las consecuencias sociales, económicas y ecológicas de esta transformación profunda en la estructura socioeconómica de nuestra Región. Insisto: esto no es evitable. Va a ocurrir. Lo único que podemos hacer es escoger cómo vamos a enfrentarnos a ello. Si de forma ordenada y con un plan, o “viéndolas venir”.
El segundo cambio pasa por desarrollar alternativas productivas, y para ello la inversión en I+D+i es fundamental. La agricultura aporta el 5,39% del PIB regional, una cifra que el gobierno “hizo crecer” hace unos días hasta el 20%. Y esto se debe a la aportación del regadío. El impacto, por tanto, va a ser profundo. La inversión en I+D+i puede ayudarnos de dos formas: a) la tecnología no va a resolver el problema. No hay una solución tecnológica que evite la falta de agua. Pero sí debe ayudarnos a gestionar mejor la que tenemos, apostando por la descontaminación del acuífero, en primer lugar, y en segundo lugar, por la búsqueda de métodos más efectivos de gestión del agua; b) creación de alternativas económicas de alto valor añadido que “absorban” la disminución del sector agrícola. Se trata de minimizar el impacto social de esta transición.
Hay un tercer elemento que debemos abordar, este desde el ámbito de la cultura: debemos explorar nuevas formas de relacionarnos con la naturaleza. No se trata de un añadido a lo anterior, sino una parte fundamental de esta transición. Debemos iniciar un proceso de transformación, de reconfiguración de nuestras relaciones con otros seres vivos y con los espacios que compartimos. Una visión que tenga en cuenta otras perspectivas y asuma la responsabilidad que tenemos en el futuro del ambiente en que vivimos. Para ello es necesario la puesta en marcha de un ambicioso programa de intervención cultural, que puede empezar en el contexto del patrimonio histórico y su relación con la naturaleza, pero debe ir más allá, creando espacios de reflexión y experimentación cultural que impliquen a toda la sociedad en la búsqueda de esta nueva relación, este nuevo pacto, entre el ser humano y la naturaleza. Si es que decidimos que debemos seguir hablando en estos términos.
No debemos engañarnos: va a ser un camino duro y difícil, como todos los procesos de reconversión. Pero no tenemos mucho más tiempo y tampoco tenemos alternativas. No va a haber agua para todos. O mejor dicho: no va a haber agua para que todo siga igual. Va a ser necesario cambiar, adaptarse. Y esto va a exigirnos un gran esfuerzo para repensarnos como sociedad.