Segunda columna en el programa La Contraportada, de Onda Regional de Murcia.
Querida Lucía,
Espero que estés bien. Te escucho, estos días, hablar de temas fundamentales para el futuro de nuestra región y me alegra, no sabes cuánto, tener un pequeño trocito en este programa. Nosotros seguimos bien, los niños ya van todos los días (menos uno) al cole y el huerto crece y se amplía, esta vez con una plantita de pimientos jalapeños, para poner un poco de picante en la vida. Pero no quería hablarte yo hoy de mi huerto, sino de la huerta.
Esta mañana, bien temprano, he salido a dar un paseo. Todavía no había amanecido, y he cogido la calle de San Antón, hasta la Calle de las Norias, para cruzar la autovía y coger la Avenida de la Ñora. El amanecer me ha pillado justo en el puente de la autovía, y he podido disfrutar un momento de cómo se iba iluminando toda la sierra de Carrascoy, despacio, en un incendio rosado.
He seguido, después, mi camino hacia la fábrica de helados chupol para adentrarme en la huerta, en el límite entre La Arboleja y La Albatalía, hasta llegar a Rincón de Beniscornia. Ha sido un paseo largo, en el que he podido ver un poco de todo: grandes chalets y casas a la orilla de la carretera hundidas en un suelo que no deja de subir, como si fuera la marea; el Molino del Amor, recuperado recientemente por el ayuntamiento y que espera un uso cultural, y el Molino de las Cuatro Ruedas, completamente abandonado; zonas cultivadas, donde empezaban a llegar los huertanos, y zonas baldías, con carteles abandonados de promociones inmobiliarias olvidadas.
Ahora que se ha puesto tan de moda hablar de la España vaciada, de los entornos rurales que pierden su población, la huerta de Murcia, esa zona limítrofe con la ciudad al menos, es un territorio muy curioso, que nos debería servir para reflexionar. Un espacio híbrido, que ya no es campo, pero tampoco es ciudad. Plagado de lugares que fueron, una vez, cultivables, pero que ahora han pasado a ser urbanos y en los que, al no urbanizar, vuelve a crecer una vegetación asalvajada, aprovechando la fertilidad de un suelo que todavía no ha olvidado que, una vez, fue huerta.
Algunos teóricos hablan de estos espacios como “paisajes culturales”. Aquel en el que el hombre ha intervenido la naturaleza para modificarla. Desde luego, el paisaje de la huerta es esto, hasta el punto de que no hay nada que podamos llamar “natural” en él. Todo es cultural, todo es “artificial”. Y digo esto no como un demérito, sino todo lo contrario. Lo artificial es el resultado de nuestra acción conjunta con el mundo. Toda nuestra vida es, por tanto, producto del arte.
La huerta de Murcia, precisamente por esa naturaleza híbrida, es un espacio fundamental para los nuevos tiempos salvajes que nos tocan vivir, porque pueden servirnos de laboratorio, de taller para reflexionar acerca de nuestra relación con la naturaleza, de si es posible integrar nuestro modo de vida con la naturaleza y cómo. Un sitio para conocer mejor nuestro entorno y las dinámicas de la naturaleza en el periodo del Antropoceno. Para recuperar, también, nuestra memoria del pasado, las experiencias de nuestros antepasados que vivieron amarrados a la tierra.
Y pensando en estas cosas llegué a Rincón de Beniscornia, un lugar que me encanta, y me acordé, claro, del trabajo de mi amigo Antonio García Cano y su esfuerzo por recuperar, a través del arte, la memoria de la huerta a través de los caminos del agua. Uno de sus bellos trabajos, el Proyecto Iskurna, le servía para recuperar la memoria de su propia familia, a través de una investigación y documentación de las prácticas alrededor del río, el agua y la agricultura de sus antepasados. Ahora mismo está desarrollando un proyecto similar, en San Ginés, titulado la memoria del agua. Este tipo de trabajos son fundamentales para pensar nuestro pasado, pero de forma que nos sirva para el futuro. Como sabes, Nietzsche, en su Tercera Intempestiva, nos conminaba a hacer una historia para los vivos. Este es el tipo de trabajo que hace Antonio García Cano.
Volví de nuevo por el mismo camino, en una huerta que ya había despertado del todo, y llegué, de nuevo, al Molino del Amor. La recuperación del ayuntamiento está todavía sin terminar, falta arreglar los entornos, pero me pareció un buen lugar para crear ese taller de reflexión sobre futuro. No un centro de interpretación de la huerta, sino un lugar que nos permita representarnos en este mundo nuestro que, nos estamos dando cuenta ya, es mucho más que humano. Un lugar para empezar a pensar cómo será ese nuevo colectivo en el que tendremos, inevitablemente, que convivir.
Otra vez en el puente sobre la autovía, la sierra ya iluminada, el tráfico, ya denso.
Buenas noches, Lucía. Y hasta la semana que viene.
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