No, no son los políticos. Al menos, no estos. O no sólo estos.
Y no, tampoco somos los ciudadanos.
Llevamos unos días con esta discusión simplemente porque nuestros columnistas de referencia son incapaces de salir de la jaula de la teoría de la modernización, que es la que ha modelado el relato de la transición democrática de nuestro país. Y por eso, la culpa es de las élites, por ser insuficientemente ilustradas (no como las de la transición), o del pueblo, que lo mismo (no como etc.). Hemos sufrido, casi deberíamos decir, una nueva caída, aunque en esta ocasión en el paraíso se vistiese chaquetas de pana con coderas en vez de hojas de parra.
Pero estas explicaciones lo único que revelan es el miedo de los columnista a ir al meollo del problema. Veamos un ejemplo. Toda la izquierda está ahora mismo en una doble campaña. Por un lado, la izquierda a la izquierda ataca a la monarquía por las declaraciones de Carlos Lesmes, que ponía en boca del rey unas palabras, que este no ha negado, y que podían interpretarse como una queja hacia el gobierno. La segunda, en la que incluimos a al PSOE –la izquierda a la derecha de… bueno, se entiende–, tiene que ver con la renovación del Consejo General del Poder Judicial que preside –este hombre está en todas las salsas–, precisamente Lesmes.
Parece ser, por tanto, que estamos ante un problema que tiene como centro esta institución. ¿Y a quién culpamos de todo esto? ¿A Lesmes? Bueno, tal vez de lo primero tendría sentido (¿por qué decir en público algo que el Rey le dice en privado?), pero por lo segundo… ¿A los políticos de hoy, incapaces de ponerse de acuerdo (no como los de la Transición, que, en fin, transigieron)? Bueno, algo de culpa pueden tener. ¿De los ciudadanos, que votan a los políticos aunque vean que son incapaces de ponerse de acuerdo, como sí hicieron los de la etc., etc.? Pues tal vez algo de razón tengan. Pero, ¿de verdad el funcionamiento ordinario de nuestras instituciones tiene que depender de la buena fe de los políticos de turno? No sé, tenemos elecciones cada cuatro años sí o sí. Aquí no hay que ponerse de acuerdo. ¿Por qué no es igual con el poder judicial? Veamos cómo funciona el proceso de elección de este organismo:
El CGPJ se elige por periodos de 5 años. Está compuesto por 20 vocales, que eligen luego al presidente. De los 20, 8 no tienen por qué ser jueces, y son escogidos por el Congreso (4) y el Senado (4), por mayoría reforzada de 3/5. Los otros 12… depende. La Ley Orgánica de 1985 decía que los 20 los elegía el legislativo (10 las Cortes y 10 el Senado) por mayoría reforzada de 3/5.. Y punto. La de 2001, que las asociaciones de jueces podrían dar 30 nombres, entre los que senadores y diputados escogerían (6/6) por mayoría reforzada etc., etc. Esta es la vigente actualmente. (Más información, en wikipedia. Cómo funciona en otros países, aquí. La web del CGPJ, acá)
¿Qué vemos? Que en ambos casos los elige el Parlamento. Esto no había sido nunca un problema. En un parlamento bipartidista, pues una legislatura le tocaba a uno, en la siguiente le tocaría al otro. El equilibrio estaba garantizado. Pero en un Parlamento como el nuestro… esto es imposible.
Y este es el problema. Que ya no tenemos esa cámara bipartidista, así que no podemos permitir que el CGPJ se llene de “comunistas e independentistas”. Más allá de por qué debe evitarse esto y no, ya que estamos, también en el Congreso (sería fácil: una ley ilegalizando el PCE y listo), el problema de fondo no es (al menos para los demócratas) que haya comunistas e independentistas en un Congreso (escogido en elecciones libres) con una composición que les permita, por primera vez en 40 años, nombrar algún juez próximo a sus posiciones. El problema es por qué tenemos este sistema desde el principio. Por qué una mayoría de 3/5 de la cámara.
La respuesta: para tenerlo todo atado y bien atado. Para que no surgiera la sorpresa. Para que, en definitiva, esta esfera de poder fuera dependiente del Parlamento y, por tanto, del equilibrio bipartidista. Porque España tenía que ser bipartidista, con la diversidad justa para tener contentos a los “periféricos”, pero sin molestar mucho. Pero este diseño se muestra ahora totalmente ineficaz e inoperante. Incapaz de adaptarse a la nueva realidad de la nación. Y por eso, es disfuncional. Pero el problema no es de los políticos, ni de los votantes. ¡Es del diseño institucional! Un diseño que se decide durante la Transición y se concreta mediante Ley Orgánica en los años 80. El objetivo no era otro que tener una institución (otra más) controlable. La independencia no forma parte de la cultura política de nuestro país.
Esto es evidente. Nos lo dicen desde el Consejo de Europa, que afirma que está politizado y que debe aumentarse su independencia. Y señalan:
“Las autoridades políticas no deben participar, en ningún momento, en el proceso de selección del turno judicial”
Aquí el informe completo en español.
Pero no importa. La culpa es de los políticos, que no se ponen de acuerdo. Y de los ciudadanos, que los votan pese a ser unos incapaces. Nada tiene que ver el diseño institucional. Y así, con todo.
¿Quieren un comité de expertos independientes para gestionar la crisis? No puede ser. El Estado tiene el suyo, compuesto por funcionarios. ¿Esto es bueno o es malo? Pues no lo sé, pero el caso es que no puede ser de otra forma. No podemos tener, por ejemplo, un sistema mixto. ¡Sería un lío! Pero un lío legislativo. No creo siquiera que haya una forma legal de hacerlo (aunque posiblemente esté equivocado).
¿Quieren un Consejo de la Transparencia independiente? Pues buena suerte, porque incluso si su presidente es verdaderamente independiente, la institución no lo es. Los funcionarios, los recursos necesarios para el funcionamiento, se los dará el gobierno. Y ya sabemos cómo puede acabar esto. En los juzgados.
Así que no. No es tan fácil como cambiar de políticos. O cambiar el nombre al país. Se trata de 40 años diseñando instituciones de forma que sirvan, únicamente, a la estabilidad del Estado. Esto es: a la del gobierno. Y cuando el Estado cambia su forma, cuando empieza a querer parecerse a otra cosa, entonces estas instituciones muestran sus límites. Y nos muestran, también, los nuestros.
¿Querrían ustedes, votantes, un juez comunista en el CGPJ? No importa. Esta, nuestra democracia, no puede soportarlo, no lo puede permitir. Y por eso, el CGPJ no se renueva si no hay un acuerdo de 3/5 partes del Congreso y del Senado.
Y no hace falta creer en la existencia de ninguna conspiración. Es simplemente que el sistema se pensó así, se diseñó así. Este es el Estado que hemos construido con las cenizas del franquismo y el dinero que nos dio Europa. Un Estado pensado para garantizar que no ocurriesen sorpresas. Y lo mismo, insisto, con tantas y tantas instituciones repartidas por toda la nación.
No es que nuestros políticos sean mediocres. Es que lo es nuestra democracia. Cuando antes lo asumamos y empecemos a pensar cómo cambiarla, mejor para todos.

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