Victor Lenore, conocido periodista cultural, publicaba el pasado 19 de agosto un interesante artículo titulado, provocativamente, “Luisgé Martín versus Christopher Lasch: cinismo contra comunidad”. En él, Lenore compara la actitud de Luisgé Martín, novelista y escritor de discursos para Pedro Sánchez, con la de Christopher Lasch, un intelectual católico del que se dice tuvo cierta influencia intelectual en la segunda mitad del mandato de Jimmy Carter. En concreto, Lenore hace referencia al discurso de 1979 titulado Una crisis de confianza. Lenore hace en su artículo una lectura maniquea, según la cual Martín (y por ende Sánchez) son unos cínicos y Lasch (y Carter) dos defensores de honradez y la virtud.
Obviamente, lo sugerente no es esta distinción (interesada) entre ambos, sino cómo se emplean unas condiciones de verdad en un espacio que no le es propio y que, por tanto, ofrece la imagen de ser una actividad turbia, en la que la verdad es la última de sus preocupaciones.
Llevamos, además, una buena temporada hablando de la desconexión entre el saber experto y la política, acusando a la segunda de ignorar a la primera. Este vendría a ser un nuevo caso de aquello, adornado, además, con tintes moralizantes: el político se equivoca/acierta si sigue los dictados de sus expertos.
Hacer este tipo de reducciones, sin embargo, no hace más que empobrecer el debate y el ejercicio de la política, tanto (o más) que aquellos que quieren convertir al Estado en una suerte de conglomerado empresarial cuya finalidad sería la búsqueda de rentabilidad para cada una de sus intervenciones.
No, el objetivo de la política no es encontrar la verdad. No, el Estado no es un empresa y la política no es ciencia ni, tampoco, una clase de ética aplicada, sino un modo de existencia con sus propias condiciones de veridicción, de decir verdad. Como señala Latour en su libro Modos de existencia (p. 139): «el hablar político no es en modo alguno indiferente a la verdad o a la falsedad: la define en sus propios términos». ¿Y cuáles son esos términos? Aquellos que fortalecen el colectivo. Aquellos, digámoslo de otra forma, que fortalecen la comunidad.
Y es aquí, en este contexto, que las palabras de Luisgé Martín no resultan tan escandalosas: «Salvo cuando tiene utilidad, yo no creo que haya que decirle a la gente la verdad», entendiendo por verdad la verdad objetiva que nos proporciona la ciencia y por utilidad, el fortalecer la unidad de la comunidad.
Esto, además, es lo que hizo Carter en su famoso discurso: entendió que decir la verdad (o al menos una parte, la que él consideró relevante y que se ajustaba a sus intereses) era lo que el pueblo Norteamericano necesitaba en ese momento para unirse. Y, además, tenía razón.
¿Esto quiere decir que no existe la mentira en política? Por supuesto que no. Si existe una verdad, existe una mentira. Podemos decir, por ejemplo, que Martín no quiere unir al pueblo, sino salvar al presidente. Puede ser así, en efecto. Pero también puede ser que ambos objetivos no sólo sean compatibles, sino mutuamente necesarios. Recordemos, por otra parte, que lo que ocurrió tras el famoso discurso de Carter fue una crisis de gobierno en el que todo el sector crítico con la política presidencial «dimitió», fortaleciendo la posición de Carter.
En todo caso, no se trata de situar a la política en una situación de ventaja (bastante cínica, además) respecto a otros modos de existencia. De lo que se trata es de juzgar la política de acuerdo a las condiciones de felicidad o infelicidad que tienen sentido para ella.
Habría mucho más que decir al respecto, pero de momento lo dejo aquí.
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